martes, 27 de julio de 2010

Fischer "Función del Arte"



“La poesía es indispensable, pero me gustaría saber para qué”. Con

esta encantadora paradoja Jean Cocteau resumió la necesidad del

arte y, a la vez, su dudosa función en el mundo burgués contemporáneo.

El pintor Mondrian habló de la posible “desaparición” del arte.

En su opinión, la realidad puede acabar desplazando la obra de arte,

cuya esencia consiste, precisamente, en ser un sustitutivo del equilibrio

de que carece actualmente la realidad. “El arte desaparecerá a

medida que la vida resulte más equilibrada.”

El arte como “sustitutivo de la vida”, el arte como medio de establecer

un equilibrio entre el hombre y el mundo circundante: esta

idea contiene un reconocimiento parcial de la naturaleza del arte y

de su necesidad. Y puesto que ni siquiera en la sociedad más desarrollada

puede existir un equilibrio perpetuo entre el hombre y el

mundo circundante, la idea sugiere, también, que el arte no sólo ha

sido necesario en el pasado sino que lo será siempre.

Ahora bien ¿puede decirse de verdad que el arte no es más que

sustitutivo? ¿No expresa también una relación más profunda entre

el hombre y el mundo? ¿Puede resumirse la función del arte con una

sola fórmula? ¿No ha de satisfacer múltiples y variadas necesidades?

Y si al reflexionar sobre los orígenes del arte llegamos a comprender

su función inicial, ¿no resultará evidente que esta función

ha cambiado al cambiar la sociedad y que han aparecido nuevas

funciones?

Este libro es un intento de contestar preguntas como las anteriores

y se basa en la convicción de que el arte ha sido, les y será siempre

necesario.

Como primer paso, cabe decir que tendemos con excesiva facilidad

a considerar como algo natural un fenómeno realmente sorprendente.

Millones de personas leen libros, oyen música, van al teatro, al cine.

¿Por qué? Decir que van en busca de distracción, de recreo, de entretenimiento

es dejar de lado la verdadera cuestión. Pues, ¿por qué

distrae, recrea o entretiene penetrar en la vida y los problemas de

* Publicado en La necesidad del arte. Barcelona: Península, 1973, pp. 5-56.


otro, identificarse con una pintura o un fragmento musical o con

los personajes de una novela un drama o una película? ¿Por qué

reaccionamos ante esta “irrealidad” como si se tratase de una intensificación

de la realidad? ¿Qué extraña y misteriosa distracción es

ésta? Si la respuesta es que queremos huir de una existencia insatisfactoria

para reconocer otra más rica, librarnos a una experiencia sin

riesgos, se plantea otra cuestión: ¿por qué no tenemos bastante con

nuestra propia existencia? ¿Por qué este deseo de llenar nuestras

vidas vacías con otros personajes, otras formas, de contemplar desde

la oscuridad de una sala una escena iluminada donde algo que

no es más que juego, representación, nos absorbe totalmente?

Es evidente que el hombre quiere ser algo más que él mismo.

Quiere ser un hombre total. No le satisface ser un individuo separado;

parte del carácter fragmentario de su vida individual para elevarse

hacia una “plenitud” que siente y exige, hacia una plenitud de

vida que no puede conocer por las limitaciones de su individualidad,

hacia un mundo más comprensible y más justo, hacia un mundo

con sentido. Se rebela contra el hecho de tener que consumirse

dentro de los límites de su propia vida, dentro de los límites transitorios

y casuales de su propia personalidad. Quiere referirse a algo

superior al “yo”, algo situado fuera de él pero, al mismo tiempo,

esencial para él. Quiere absorber el mundo circundante, incorporarlo

a su personalidad, extender su “yo” inquisitivo y hambriento de

mundo por los ámbitos de la ciencia y la tecnología hasta alcanzar

las más remotas constelaciones y penetrar en los más profundos secretos

del átomo; quiere, con el arte, unir su “yo” limitado a una

existencia comunitaria; quiere convertir en social su individualidad.

Si la naturaleza del hombre consistiese únicamente en ser un individuo,

este deseo resultaría incomprensible y absurdo, pues ya sería

un todo como individuo, es decir, sería todo lo que fuese capaz de

ser. El deseo del hombre de expansionarse, de complementar su ser

indica que es algo más que un individuo. Sabe que sólo puede alcanzar

la plenitud, la totalidad si toma posesión de aquellas experiencias

de los demás que puedan ser potencialmente suyas. Ahora bien,

lo que el hombre aprende como potencial suyo abarca todo cuanto la

humanidad en general es capaz de hacer. El arte es el medio indispensable

para esta fusión del individuo con el todo. Refleja su infinita

capacidad de asociarse a los demás de compartir las experiencias

y las ideas.

Pero ¿no resulta demasiado romántica esta definición del arte

como medio de fundirse con la totalidad de lo real, como el camino

del individuo para llegar al mundo en general, como la expresión de


su deseo de identificarse con lo que es? ¿No es temerario llegar a la

conclusión sobre la base de nuestro sentido casi histérico de identificación

con el protagonista de una película o de una novela, que ésta

es la función universal y original del arte? ¿No contiene también el

arte el elemento contrario a esta pérdida “dionisíaca” de uno mismo?

¿No contiene el elemento “apolíneo” del entrenamiento y la satisfacción,

que consiste precisamente en que el observador no se identifica

con lo que se representa sino que se aleja de ello, vence la fuerza

directa de la realidad con su representación deliberada y encuentra

en el arte aquella libertad de que le privan las cargas de la vida cotidiana?

¿Y no se constata la misma dualidad –por un lado la absorción

en la realidad, por otro la excitación de controlarla– en el modo

en que trabaja el artista? No nos equivoquemos: la obra de un artista

es un proceso altamente consciente y racional, al término del cual

surge la obra de arte como una realidad dominada; de esto se trata y

no de un estado de inspiración mística y exaltada.

Para ser un artista hay que captar y transformar la experiencia

en recuerdo, el recuerdo en expresión, la materia en forma. Para el

artista, la emoción no lo es todo; debe conocer su oficio y encontrar

placer en él, comprender todas las reglas, procedimientos, formas y

convenciones con que la naturaleza –la arpía– se puede domar y someter

al contrato del arte. La pasión que consume al diletante se pone

al servicio del verdadero artista; el artista no es vencido por la bestia:

la doma.

La tensión y la contradicción dialéctica son inherentes al arte;

éste no sólo debe surgir de una experiencia intensa de la realidad

sino que debe construirse, adquirir forma a través de la objetividad.

El libre juego artístico es resultado de un dominio total. Aristóteles,

tan incomprendido, consideraba que la función del arte consiste en

purificar las emociones, en vencer el terror y la piedad, de modo que

el espectador, identificado con Orestes o Edipo, se libere de esta identificación

y se eleve por encima del destino ciego. Las ataduras de la

vida son rotas temporalmente, porque el arte “cautiva” de manera

muy distinta a como cautiva la realidad; y en esta agradable cautividad

temporal radica, precisamente, la característica del “entendimiento”,

del placer que encontramos incluso en las tragedias.

Bertolt Brecht ha dicho de este placer, de esta cualidad liberadora

del arte:

Nuestro teatro debe fomentar la emoción de la comprensión y

enseñar al pueblo el placer de modificar la realidad. Nuestros

públicos no sólo deben ver cómo se liberó Prometeo sino tam122

bién prepararse para el placer de liberarle. Debemos enseñarles

a experimentar en nuestro teatro toda la satisfacción y el

goce sentidos por el inventor y el descubridor, la sensación de

triunfo del liberador.

Brecht señala que en una sociedad donde reine la lucha de clases el

efecto “inmediato” que la estética dominante exige a la obra de arte

es la supresión de las diferencias sociales en el público y la creación,

mientras se goza de la obra de arte, de una colectividad no dividida

en clases sino “universalmente humana”. En cambio la función del

“drama no aristotélico” propugnado por Brecht consiste, precisamente,

en dividir el público eliminando el conflicto entre el sentimiento y

la razón, existente en el mundo capitalista.

El sentimiento y la razón han degenerado a medida que la época

capitalista se acerca a su fin; entre ellos ha surgido un conflicto

indeseable y estéril. Pero la nueva clase ascendente y los

que luchan a su lado quieren un sentimiento y una razón en

conflicto productivo. Nuestros sentimientos nos impelen al máximo

esfuerzo de razonamiento y nuestra razón purifica nuestros

sentimientos.

En el mundo alienado en que vivimos, la realidad social debe presentarse

en forma llamativa, bajo una nueva luz, a través de la “alineación”

del tema y de los personajes. La obra de arte debe penetrar

en el público no mediante la identificación pasiva sino mediante un

llamamiento a la razón que exige, a la vez, acción y decisión. Las

reglas que mantienen la convivencia de los seres humanos deben

tratarse en el drama como “temporales e imperfectas”, de modo que

el espectador haga algo más productivo que limitarse a observar, se

sienta estimulado a pensar en y con la obra y acabe pronunciando un

juicio: “No es ésta la manera de hacerlo. Es extraño, casi increíble.

Debemos poner fin a todo esto.” Y así, el espectador, trabajador o

trabajadora, irá al teatro a ver:

... como un entretenimiento su propia, terrible e interminable

labor, con la que debe sostenerse, y a sufrir el impacto de su

propio e incesante cambio. En el teatro puede producirse a sí

mismo con la máxima facilidad, porque la existencia más fácil es

que se encuentra en el arte.

123

No pretendo que el “teatro épico” de Brecht sea el único tipo

posible de drama obrero militante, pero cito la importante teoría de

Brecht como una ilustración de la dialéctica del arte y de la forma en

que la función del arte cambia al cambiar el mundo.

La raison d’étre del arte nunca es del todo la misma. La función

del arte en una sociedad dividida en clases y sometida a la lucha de

éstas difiere en muchos sentidos de su función original. Pero, pese a

la diferencia de las situaciones sociales, hay algo en el arte que expresa

una verdad inmutable. Esto es lo que nos permite a nosotros,

hombres del siglo XX, emocionarnos al contemplar pinturas rupestres

o al oír canciones antiguas. Karl Marx dijo de la épica que era el

arte de una sociedad subdesarrollada,1 y añadió:

Pero la dificultad no radica en comprender la idea de que el

arte griego y la épica están ligados a ciertas formas de desarrollo

social. Radia, más bien, en comprender por qué constituyen

todavía una fuente de placer estético y, en cierto sentido, todavía

prevalecen como una norma y un modelo inalcanzables.

El mismo avanzó la siguiente respuesta:

¿Por qué la infancia social de la humanidad, allí donde había

alcanzado un más bello desarrollo, no puede tener un encanto

eterno, como una época que jamás volverá? Hay niños mal educados

y niños precoces. Muchos de los países antiguos pertenecen

a la segunda clase. Los griegos eran niños normales. El encanto

que su arte tiene para nosotros no está en contradicción

con el carácter primitivo del orden social en que nació. Es más

bien su producto, y está indisolublemente ligado al hecho de

que las condiciones sociales inmaduras en que este arte surgió

y en las que sólo podía surgir nunca más volverán a darse.

Hoy podemos poner en duda esto de que, en comparación con otras

naciones, los griegos antiguos fuesen “niños normales”. En otro contexto,

los mismos Marx y Engels pusieron de relieve los aspectos problemáticos

del mundo griego, con su deprecio por el trabajo, su degradación

de las mujeres, sin erotismos exclusivamente reservado a

los cortesanos y a los muchachos. Desde entonces, se han descubierto

muchas más cosas sobre el lado feo de la belleza, la serenidad y la

armonía griegas. Las ideas actuales sobre el mundo antiguo sólo en

1 A Contribution to the Critique of Political Economy, Kegan Paul, Trench Trübner, 1904.

124

parte coinciden con las de Winckelmann, Goethe y Hegel. Los descubrimientos

arqueológicos, etnólogos y culturales no nos permiten

ya creer que el arte clásico griego corresponde a nuestra “infancia”.

Al contrario, vemos en él algo relativamente tardío y maduro, y en la

perfección que alcanzó en la época de Pericles detectamos las huellas

de la decadencia. Muchas obras de los escultores que siguieron

al gran Fidias y que en una época se llegaron a calificar de “clásicas”,

con sus héroes, sus atletas, sus discóbolos y sus aurigas, nos parecen

hoy vacías y carentes de significado en comparación con las obras

egipcias o micénicas. Pero profundizar en estas cuestiones nos llevaría

muy lejos de la cuestión planteada por Marx y de la respuesta

que él mismo dio.

Lo importante es que Marx vio el arte de una etapa social subdesarrollada,

condicionado por el tiempo, como un momento de la humanidad

y comprendió que esta característica explicaba su capacidad

de influir más allá del momento histórico, de ejercer una

fascinación eterna.

Podemos formularlo de la siguiente manera: todo arte está condicionado

por el tiempo y representa la humanidad en la medida en

que corresponde a las ideas y aspiraciones, a las necesidades y esperanzas

de una situación histórica particular. Pero, al mismo tiempo,

el arte va más allá, supera este límite y, en cada momento histórico

crea un momento de la humanidad, susceptible de un desarrollo constante.

No debe subestimarse nunca el grado de continuidad a través

de la lucha de clases, pese a los períodos de cambio violento y de

revuelta social. Al igual que el mundo la historia de la humanidad

no sólo es una discontinuidad contradictoria sino también una continuidad.

Las cosas antiguas y aparentemente, olvidadas permanecen

es nuestro interior, siguen operando en nosotros –a menudo sin que

nos demos cuenta– y un día, súbitamente, vuelven a la superficie y

nos hablan como las sombras del Hades que Ulises alimentaba con

su sangre. En periodos diferentes, según la situación social y las necesidades

de las clases ascendentes o declinantes, cosas diferentes

que han permanecido latentes o se habían perdido reaparecen a la

luz del día, despiertan a una nueva vida. Y así como no fue ninguna

coincidencia que Lessing y Herder, en su rebelión contra lo feudal y

lo cortesano, contra los artificios de pelucas y alejandrinos, descubrieron

a Shakespeare para los alemanes, tampoco es ninguna coincidencia

que hoy Europa occidental, con su negación del humanismo

y el carácter fetichista de sus instituciones, vuelve a los fetiches

de la prehistoria y construye falsos mitos para ocultar sus problemas

reales.

125

Las distintas clases y los distintos sistemas sociales han contribuido

a la formación de una ética humana universal al desarrollar

su propia ética. El concepto de libertad corresponde siempre a las

condiciones y objetivos de una clase o de un sistema social, pero

tiende a convertirse en una idea general, omnicomprensiva. Del mismo

modo, en el arte condicionado por el tiempo penetran los rasgos

constantes de la humanidad. En la medida en que Homero, Esquilo

y Sófocles reflejaron las condiciones de la sociedad basada en la esclavitud,

su obra está limitada por el tiempo y resulta anticuada.

Pero en la medida en que descubrieron en aquella sociedad la grandeza

del hombre, dieron forma artística a sus conflictos y pasiones y

apuntaron sus infinitas potencialidades, son totalmente modernos.

Prometeo llevando el fuego de la Tierra, los viajes y el regreso de

Ulises, el destino de Tántalo y sus hijos: todo esto sigue teniendo

para nosotros su fuerza original. El tema de Antígona –la lucha por el

derecho a dar una sepultura honorable a un pariente consanguíneo–

nos puede parecer arcaico; quizá precisemos de comentarios históricos

para entenderlo; pero la figura de Antígona es tan emotiva hoy

como entonces y mientras existan humanos en el mundo nadie podrá

permanecer insensible ante sus palabras: “He nacido para amar,

no para odiar.” Cuantas más obras de arte olvidadas conocemos más

evidentes nos parecen sus elementos comunes y continuos, pese a su

diversidad. Los fragmentos se suman a otros fragmentos para formar

la humanidad.

Los testimonios, cada día más numerosos, nos hacen llegar a la

conclusión de que el arte era, en sus orígenes, una magia, una ayuda

mágica para dominar un mundo real pero inexplorado. En la magia

se combinaban en forma latente –germinalmente, por así decirlo– la

religión, la ciencia y el arte. Esta función mágica del arte ha desaparecido

progresivamente: su función actual consiste en clarificar las

relaciones sociales, en iluminar a los hombres en sociedades cada

vez más opacas, en ayudar a los hombres a conocer y modificar la

realidad social. Una sociedad altamente compleja, con sus relaciones

múltiples y sus contradicciones sociales, no puede representarse

ya con un mito. En esta sociedad, que exige un conocimiento preciso

y una conciencia general de todos sus aspectos, será cada día

más necesario quebrar las formas rígidas de las épocas anteriores en

que todavía operaba el elemento mágico y llegar a formas más abiertas

–a la libertad, digamos, de la novela. Uno de los elementos del

arte puede predominar en un momento determinado, según la etapa

de la sociedad a que haya llegado: a veces el elemento mágicamente

sugestivo, a veces el racional e ilustrado; a veces la intuición fantás126

tica, a veces el deseo de agudizar la percepción. Pero tanto si el arte

alivia como si desvela, tanto si ensombrece como si ilumina, nunca

se limita a una mera descripción de la realidad. Su función consiste

siempre en incitar al hombre total, en permitir al “yo” identificarse

con la vida de otro y apropiarse de lo que no es pero que puede

llegar a ser. Ni siquiera un gran artista didáctico como Brecht actúa

únicamente con la razón y la argumentación; recurre también al sentimiento

y a la sugestión. No sólo propone al público una obra de

arte sino que le hace “penetrar” en ella. El propio Brecht tenía clara

conciencia de esto y dijo explícitamente que no se trata de un problema

de contrastes absolutos, sino de desplazamiento de acentos. “De

este modo, la sugestión, emocional o la persuasión puramente racional

pueden predominar como medios de comunicación.”

Es indudable que la función esencial del arte para una clase destinada

a cambiar el mundo no consiste en hacer magia sino en ilustrar

y estimular la acción; pero también lo es que nunca podrá eliminarse

del todo un cierto residuo mágico en el arte pues sin este mínimo

residuo de su naturaleza original, el arte deja de ser arte.

En todas las formas de su desarrollo, en la dignidad y la broma,

la persuasión y la exageración, el sentido y la falta de sentido, la

fantasía y la realidad, el arte siempre tiene alguna relación con la

magia.

El arte es necesario para que el hombre pueda conocer y cambiar

el mundo. Pero también es necesario por la magia inherente a él.

Los orígenes del arte

El arte es casi tan antiguo como el hombre. Es una forma de trabajo

y el trabajo es una actividad peculiar de la humanidad. Marx definió

el trabajo con estos términos:

El proceso de trabajo es... una actividad... que se propone adecuar

las sustancias naturales a las necesidades humanas; es la

condición general indispensable para el intercambio material

entre el hombre y la naturaleza; es la condición perennemente

impuesta por la naturaleza a la vida humana y es, por tanto,

independiente de las formas de la vida social –o, mejor dicho,

es común a todas las formas sociales.2

2 The Capital, Allen and Unwin, 1928.

127

El hombre toma posesión de la naturaleza transformándola. El trabajo

es la transformación de la naturaleza. El hombre sueña también

con operar mágicamente sobre la naturaleza, con poder cambiar los

objetos y darles nueva forma recurriendo a medios mágicos. Es el

equivalente, en la imaginación, de lo que el trabajo significa en la

realidad. El hombre es desde el principio de los tiempos un mago.

Los instrumentos

El hombre se hizo hombre con los instrumentos. Se hizo o se produjo

a sí mismo haciendo o produciendo instrumentos. La cuestión de

qué fue lo primero –si el hombre o el instrumento– es, por tanto,

puramente académica. No existen los instrumentos sin el hombre ni

el hombre sin los instrumentos; aparecieron simultáneamente y están

indisolublemente ligados entre sí. Un organismo vivo relativamente

desarrollado se convirtió en hombre trabajando en objetos

naturales. Al ser utilizados de este modo, los objetos se convirtieron

en instrumentos. He aquí otra definición de Marx:

El instrumento del trabajo es una cosa o un conjunto de cosas

que el obrero interpone entre él y el objeto de su trabajo y que

sirve de conductor de su actividad. Utiliza las propiedades

mecánicas, físicas y químicas de las cosas como otros tantos

medios para ejercer poder sobre otras cosas y para someter éstas

a sus objetivos. Aparte de la simple recolección de los medios

de subsistencia ya existentes, como los frutos, para cuya

tarea los propios órganos corporales del hombre le bastan como

instrumento de trabajo, el objeto de que el obrero toma un control

directo no es la materia del trabajo sino el instrumento del

trabajo. La naturaleza se convierte así en un instrumentos de

sus actividades, un instrumento con el que complementa sus

propios órganos corporales, aumentando así su estatura, pese a

lo que digan las Escrituras... El uso y la fabricación de instrumentos

de trabajo se encuentra también en otras especies animales,

pero es una característica específica del proceso del trabajo

humano; por esto Benjamín Franklin definió al hombre

como un “animal constructor de instrumentos”.3

El ser prehumano que se convirtió en hombre pudo llevar a cabo

esta evolución porque disponía de un órgano especial, la mano, con

3 Ibid.

128

la cual podía coger y sostener los objetos. La mano es el órgano esencial

de la cultura, la iniciadora de la humanización. Esto no quiere

decir que la mano hiciese por sí sola al hombre: en la naturaleza y,

particularmente, en la naturaleza orgánica, no existen una relaciones

tan simples y unilaterales de causa y efecto. Un sistema de complicadas

relaciones –una nueva cualidad– siempre surge de una serie

de diversos efectos recíprocos. El paso de un determinado organismo

biológico a la etapa arborícola favoreció el desarrollo de la visión

a expensas del olfato; la contracción del morro facilitó un cambio en

la posición de los ojos; la criatura equipada con un sentido de la vista

más agudo y preciso tuvo necesidad de mirar en todas direcciones y

esto condicionó la postura erecta; los miembros anteriores quedaron

libres y el cerebro se desarrolló con la postura erecta del cuerpo; todo

esto más los cambios en la alimentación y otras circunstancias contribuyeron

a crear las condiciones necesarias para que el hombre

se hiciese hombre. Pero el órgano directamente decisivo fue la mano.

Tomás de Aquino comprendió la significación única de la mano, el

Organum organorum y así lo expresó con su definición del hombre:

Habet homo rationem el manum. La mano liberó a la razón y produjo la

conciencia humana.

Gordon Childe señala en The Story of Tools:4

Los hombres pueden fabricar instrumentos porque sus pies delanteros

se han convertido en manos, porque al ver un mismo

objeto con ambos ojos pueden calcular las distancias con gran

exactitud y porque un sistema nervioso muy delicado y un complicado

cerebro les permiten controlar los movimientos de la

mano y del brazo en acuerdo y ajuste precisos con lo que ven

con ambos ojos. Pero los hombres no saben fabricar ni utilizar

los instrumentos por un instinto innato; deben aprenderlo con

la experiencia, con la prueba y el error.

Con la utilización de los instrumentos surgió un sistema de relaciones

completamente nuevo entre una especie y el resto del mundo.

En el proceso del trabajo la relación natural de causa a efecto se invirtió,

por así decir; el efecto anticipado, previsto, se convirtió, como

“finalidad” en el legislador del proceso de trabajo. Aquella relación

entre los hechos que, con el nombre del problema de la “finalidad” o

de la “causa final”, a tantos filósofos ha desorientado, surgió y se

desarrolló como una característica específicamente humana. Pero,

4 V. Gordon Childe, The Story of Tools, Cabbet Publishing Co., 1944.

129

¿en qué consiste este problema? Permítaseme citar una vez más una

de las claras definiciones de Marx:

Hemos de considerar el trabajo como forma peculiar de la especie

humana. La araña realiza operaciones parecidas a las del

tejedor; y más de un arquitecto quedaría en ridículo ante la habilidad

con que la abeja construye su celda. Pero lo que distingue

desde el primer momento al más incompetente de los arquitectos

de la mejor de las abejas es que el arquitecto ha

construido la celda en su cabeza antes de construirla con cera.

El proceso del trabajo termina con la creación de algo que, al

iniciarse, ya existía en la imaginación del trabajador, de algo

que ya existía en forma ideal. El trabajador no se limita a provocar

un cambio en los objetos naturales; al mismo tiempo, realiza

sus fines propios en la naturaleza que existe fuera de él, los

fines que rigen sus actividades y a los que ha de subordinar su

propia voluntad.

Es una definición del trabajo cuando ya ha llegado a su fase plenamente

desarrollada, plenamente humana. Pero antes de llegar a esta

forma final del trabajo y, por consiguiente, antes de llegar a la

humanización final del ser prehumano, hubo que recorrer un largo

camino. La acción determinada por el fin –y de aquí la aparición de

la mente, el nacimiento de la conciencia como creación primaria del

hombre– fue el resultado de un largo y laborioso proceso. Existencia

consciente quiere decir acción consciente. La existencia primaria del

hombre era la de un mamífero. El hombre es un mamífero, pero empieza

a hacer algo distinto a lo que hacen los demás animales. También

el animal actúa a base de la “experiencia”, es decir, de un sistema

de reflejos condicionados; es lo que llamamos el “instinto” de un

animal. El organismo que se convirtió en hombre adquirió un nuevo

tipo de experiencia que le condujo a un punto de transición realmente

único: la experiencia de que la naturaleza puede utilizarse como

medio para conseguir un fin del hombre. Todo organismo biológico

vive en estado de metabolismo con el mundo circundante: continuamente

da y toma algo al y del mundo exterior. Pero lo hace directamente,

sin intermediario. Sólo el trabajo humano es un metabolismo

mediato. El medio ha precedido al fin; el fin se revela con el uso de los

medios.

Los órganos biológicos no son reemplazables. Es cierto que se

han formado como resultado de la adaptación a las condiciones del

mundo exterior; pero el animal debe arregláserlas con los órganos

130

de que dispone y sacar de ellos el máximo rendimiento. En cambio,

el instrumento del trabajo, exterior al organismo, es reemplazable: se

puede prescindir de uno primitivo en favor de otro más eficiente. En

el órgano natural no se plantea la cuestión de la eficiencia: es lo que

es, el animal debe vivir como se lo permitan sus órganos y adaptarse

al mundo tal como se han adaptado sus órganos. En cambio, el ser

que utiliza un objeto inorgánico como instrumento no tiene por qué

adaptar sus exigencias a este instrumento: al contrario, puede adaptar

el instrumento a las exigencias. La cuestión de la eficiencia no

puede plantearse hasta que surge esta posibilidad.

El descubrimiento por el hombre de que algunos instrumentos

son más o menos útiles que otros y que un instrumento puede ser

reemplazado por otro condujo inevitablemente al descubrimiento

de que se puede aumentar la eficiencia de un instrumento ya existente

pero imperfecto; es decir, que no es imprescindible tomar directamente

de la naturaleza un instrumento sino que se le puede

producir. El descubrimiento de que existen diversos grados de eficacia

requiere, a su vez, una observación especial de la naturaleza.

También los animales observan la naturaleza, y las causas y los efectos

naturales se reflejan o se reproducen en los cerebros animales.

Pero para el animal la naturaleza es un dato de hecho que no se

puede modificar con un esfuerzo o con un acto de voluntad, lo mismo

que su propio organismo. Sólo la utilización de medios

inorgánicos, sustituibles e intercambiables permite observar la naturaleza

en un nuevo contexto, prever, anticipar y provocar los acontecimientos.

Un fruto pende del árbol. El animal prehumano intenta alcanzarlo,

pero su brazo es demasiado corto. Lo intenta de mil maneras

pero no llega a él. Después de una serie de intentos frustrados se ve

obligado a abandonar y a concentrar su atención en otra cosa. Pero

si el animal toma un bastón, su brazo se alarga; y si el bastón es demasiado

corto, puede encontrar un segundo y un tercero, hasta disponer

del que le permitirá realizar su propósito. ¿Dónde está el elemento

nuevo? En el descubrimiento de la diversidad de posibilidades

y la capacidad de elegir entre ellas, esto es, la capacidad de comparar

un objeto con otro y de tomar una decisión según su mayor o

menor eficiencia. Con la utilización de los instrumentos nada es, en

principio, imposible. No hay más que encontrar el instrumento adecuado

para alcanzar –o realizar– lo que antes inalcanzable. Se obtiene

con ello un nuevo poder sobre la naturaleza, un poder potencialmente

ilimitado. Este descubrimiento constituye una de las raíces de

la magia y, por tanto, del arte.

131

En el cerebro del mamífero superior se establece una relación

heredada entre el centro que señala el hambre –la carencia por parte

del organismo de los alimentos necesarios– y el centro estimulado

por la visión o el olfateo de un alimento determinado, una fruta, por

ejemplo. El estímulo de uno de los centros implica el del otro, el mecanismo

está delicadamente afinado: cuando el animal tiene hambre

busca un alimento. Con la interposición del bastón –el instrumento

para hacer caer el fruto del árbol– se establece un nuevo contacto

entre los centros cerebrales. Este nuevo proceso cerebral se fortalece

con su repetición indefinida. Al principio, el proceso sólo tiene lugar

en una dirección: el estímulo del complejo “hambre-fruta” se amplía

para incluir el centro que, para decirlo en forma sencilla, reacciona

ante el “bastón”. El animal fe el fruto que quiere y busca el bastón

asociado al mismo. Esto difícilmente se puede llamar pensamiento:

falta todavía el elemento finalista que caracteriza el proceso del trabajo,

creador del pensamiento. Hasta aquí, la finalidad del bastón no

es hacer caer el fruto; el bastón no es más que el instrumento para

ello. Sin embargo, se puede invertir este proceso unilateral, este funcionamiento

interdependiente de los centros cerebrales, si se refina

el mecanismo con una repetición frecuente. Dicho de otra manera,

puede ocurrir algo así: he aquí el bastón; ¿dónde está el fruto que

puede hacer caer?

El bastón –el instrumento– se convierte así en el punto de partida.

El medio se pone al servicio del fin, que consiste en alcanzar el

fruto. El bastón no es sólo bastón; algo se le ha añadido mágicamente:

una función, que se convierte en su contenido esencial. El instrumento

adquiere, pues, cada vez más interés, se le examina para ver

hasta qué punto es capaz o no de realizar su tarea. La experimentación

espontánea –el “pensar con las manos”, que precede a todo el

pensamiento como tal– empieza a convertirse gradualmente en una

reflexión finalista. La inversión del proceso cerebral es el comienzo

de lo que podemos llamar trabajo, ser consciente, hacer consciente,

anticipación del resultado con la actividad cerebral. El pensamiento

no es más que una forma abreviada de experimentación transferida

de las manos al cerebro; los innumerables experimentos anteriores

han dejado de ser “recuerdo”, para convertirse en “experiencia”.

Un ejemplo distinto puede ilustrar mejor esta idea, Gordon Childe

escribe en The Story of Tools:

Los instrumentos eolíticos, es decir, los más antiguos que han

llegado hasta nosotros, están hechos de piedra: por ejemplo, los

utilizados por el hombre de Pekín son trozos de cuarzo recogi132

dos deliberadamente y transportados hasta sus cavernas. Sólo

una mínima parte de ellos recibieron una forma artificial, más

apta para satisfacer las necesidades sinantrópicas. Pero incluso

éstos carecían de una forma estandartizada y podían servir para

muchas tareas. Se tiene la impresión de que cuando necesitaban

un instrumento adaptaban un trozo de piedra para satisfacer

la necesidad inmediata. Se les puede llamar, pues, instrumentos

ocasionales...

Empiezan a surgir los instrumentos estandartizados. Entre la gran

masa de instrumentos ocasionales, de las más diversas formas,

existentes en el paleolítico inferior, dos o tres formas adquieren

un carácter mas permanente y se encuentran, con leves variaciones,

en un gran número de establecimientos prehistóricos de

Europa occidental, Africa y Asia meridional. Es evidente que

sus constructores intentaban copiar un modelo reconocido.

Esto nos dice algo muy importante. El hombre, o el ser prehumano,

había descubierto al principio –mientras recogía objetos– que, por

ejemplo, una piedra de borde afilado podía sustituir los dientes y las

uñas para descuartizar, cortar o desmenuzar una presa. Si la piedra

de estas características se encuentra directamente, por casualidad,

se convierte en un instrumento ocasional, y se arroja cuando ha cumplido

su momentánea función. Los monos antropomórficos también

utilizan a veces estos instrumentos ocasionales. Con el uso repetido

se establece una firme conexión en el cerebro entre la piedra y su

utilidad; la criatura que está convirtiéndose en hombre empieza a

recoger sistemáticamente y a conservar estas piedras útiles, aunque

todavía no haya relacionado ninguna función definida o ninguna

finalidad concreta con cada una de ellas. Las piedras son instrumentos

de finalidad múltiple que deben experimentarse caso por caso,

comprobando sus aplicaciones específicas. De estos repetidos y variados

experimentos, de este “pensar con las manos”, pueden surgir

dos cosas: en primer lugar, el descubrimiento de que las piedras de

una forma particular son más útiles que otras, que es posible elegir

entre las ofertas occidentales de la naturaleza, con lo cual adquiere

cada vez más importancia la referencia a la finalidad; en segundo

lugar, el descubrimiento de que no es necesario operar estas ocasiones,

porque se puede corregir la naturaleza. El agua, el clima y los

elementos pueden dar forma a una piedra y hacerla “manejable”.

Cuando el casi hombre tomó los objetos naturales “en la mano” y

empezó a utilizarlos como instrumentos, sus manos activas descubrieron

que podía dar forma a la piedra o modificar la que ya tenía;

133

con este descubrimiento aprendió que la piedra puede ser potencialmente

afilada y, por consiguiente, que puede convertirse en instrumento

útil.

Esta potencialidad no tiene nada de misterioso: no es un “poder”

de que esté dotada la piedra ni surge, como dijo Palas Atenea,

de una conciencia creadora. Al contrario la conciencia creadora surgió

como resultado último del descubrimiento manual de que se podía

romper, dividir, afilar las piedras, darles tal o cual forma. La

forma del hacha, por ejemplo que la naturaleza produce de vez en

cuando, era útil para un gran número de actividades: el hombre

empezó así, gradualmente, a copiar la naturaleza. Al producir instrumentos

de este modo, no obedecía a ninguna “idea creadora”; no

hacía más que imitar. Sus modelos eran las piedras que había encontrado

y cuya utilidad había comprobado experimentalmente. Producía

a base de su experiencia de la naturaleza. Y la cosa que tenía

en su mente en aquella fase productiva primitiva no era el resultado

final de una idea; no estaba cumpliendo un plan. Lo que veía ante sí

era una hacha real y se proponía hacer otra igual. No estaba realizando

una idea sino imitando un objeto. Su alejamiento del modelo

natural se produjo gradualmente. Al utilizar el instrumento y al experimentar

constantemente con él empezó lentamente a hacerlo más

útil y eficiente. La eficiencia es más antigua que el propósito; el descubridor

ha sido la mano, más que el cerebro. (No hay más que observar

a un niño deshaciendo un nudo: no “piensa”, experimenta;

sólo gradualmente, con la experiencia de sus manos, llega a comprender

cómo está formado el nudo y cuál es la mejor manera de

desatarlo).

La anticipación de un resultado –la atribución de un propósito al

proceso del trabajo– sólo tiene lugar después de una experiencia manual

concentrada. Es el resultado de una referencia constante al producto

natural y de una serie de pruebas más o menos felices. La idea

de finalidad o propósito no surge mirando hacia adelante sino mirando

hacia atrás. El hacer y el ser conscientes surgieron y se desarrollaron

con el trabajo y sólo en una etapa posterior apareció un propósito

claramente identificable para dar a cada instrumento una forma y un

carácter específicos. El hombre necesitó mucho tiempo para elevarse

por encima de la naturaleza y enfrentarse con ella como creador.

Cuando alcanzó esta fase, la diferencia era la siguiente: su cerebro

no se limitaba a reflejar literalmente las cosas; gracias a la experiencia

del trabajo podía reflejar también las leyes naturales y reconocer

las relaciones causales. (Podía reconocer, por ejemplo, que la

energía muscular se puede transferir a un instrumento y, por consi134

guiente, al objeto del trabajo, o bien que la fricción produce calor).

El hombre sustituyó la naturaleza. No se limitó a esperar lo que la

naturaleza le ofrecía: la obligó a darle lo que él quería. Convirtió la

naturaleza en servidora suya. Y con la utilidad creciente de sus instrumentos,

con su carácter cada vez más específico, con su adaptación

cada vez más perfecta a la mano humana y a las leyes de la

naturaleza, con su creciente humanización, creó objetos que no se podían

encontrar en la naturaleza. El instrumento fue perdiendo su

parecido con los instrumentos naturales. La función del instrumento

desplazó su similitud inicial con la naturaleza y, con el aumento de

la eficiencia adquirió cada vez más importancia su finalidad –la participación

intelectual de lo que podía hacer. Esta transformación

de la naturaleza del trabajo sólo podía tener lugar cuando el trabajo

hubo alcanzado una etapa relativamente avanzada.

El lenguaje

La evolución hacia el trabajo exigía un sistema de nuevos medios de

expresión y de comunicación, muy superior a los escasos signos primitivos

que conocía el mundo animal. Pero el trabajo no sólo requería

este sistema de comunicación sino que lo fomentaba. Los animales

tiene poco que comunicarse entre sí. Su lenguaje es instintivo: un

sistema rudimentario de señales para el peligro, la copulación, etc.

Sólo en el trabajo y con el trabajo tienen los seres vivos mucho que

comunicarse. El lenguaje apareció junto con los instrumentos.

En muchas teorías sobre los orígenes del lenguaje se olvida o se

subestima el importante papel desempeñado por el trabajo y los instrumentos.

Incluso Herder, que descubrió factores de inmensa importancia

con sus revolucionarios estudios y sus brillantes argumentaciones

contra el “origen divino” del lenguaje, fue incapaz de

comprender la importancia del trabajo para el nacimiento del lenguaje.

Anticipándose los resultados de la investigación posterior, describió

así su concepción del hombre prehistórico:

El hombre se encontró en el mundo: un inmenso océano rugió

en torno a él. ¡Con qué enormes esfuerzos aprendió a distinguir,

a reconocer sus diversos sentidos, a confiar únicamente

en los sentidos que había reconocido!

Herder previó que la ciencia confirmaría más tarde: que el hombre

prehistórico veía el mundo como un todo indeterminado, que tuvo

que aprender a separar, a diferenciar, a seleccionar lo más esencial

135

para su propia vida entre los múltiples y complejos rasgos del mundo

circundante, de modo que se estableciese el necesario equilibrio

entre el mundo y él, su habitante. Herder tiene razón cuando dice:

Incluso como animal, el hombre disponía de ya un lenguaje.

Las sensaciones salvajes, violentas y dolorosas de su cuerpo y

las fuertes pasiones de su alma se expresaban directamente con

gritos y sonidos salvajes e inarticulados.

Estos medios de expresión animales son, indudablemente, un elemento

del lenguaje. “En todos los lenguajes originales se pueden encontrar

todavía huellas de estos sonidos naturales.” Pero para Herder

estos sonidos naturales no eran las “raíces efectivas” del lenguaje

sino únicamente “la savia que nutría dichas raíces”.

El lenguaje no es tanto un medio de expresión como un medio

de comunicación. El hombre se familiarizó gradualmente con los objetos

“y les dio nombres tomados de la naturaleza, imitando a ésta

tanto como pudo con sus sonidos... Era una pantomima en la que

colaboraban el cuerpo y los gestos”. El lenguaje original era una unidad

de palabras, de entonación musical y de gesto imitativo.

Herder dice:

El primer vocabulario se formó con los sonidos del mundo natural.

La idea de la cosa en sí estaba suspendida entre la acción

y su realizador: el tono había de indicar la cosa del mismo modo

que la cosa suministraba el tono los verbos se convirtieron así

en sustantivos y los sustantivos en verbos...

El hombre primitivo no había establecido una clara distinción entre

su actividad entre su actividad y el objeto con que se relacionaba:

ambos formaban una unidad indeterminada. La palabra se convirtió

en signo (no ya en una simple expresión o imitación ), pero en este

signo se incluían una multitud de conceptos; sólo gradualmente se

llegó a la abstracción pura.

Los objetos sensibles se describían sensiblemente –y se les podía

describir desde muchos ángulos, bajo múltiples aspectos.

El lenguaje estaba, por tanto, lleno de inversiones fantásticas e

indisciplinadas, lleno de irregularidades y caprichos. Las imágenes

se reproducían como imágenes cuando era posible, y así

se creó una gran riqueza de metáforas, de giros y de nombres

sensibles.

136

Herder recuerda que el árabe cuenta con cincuenta palabras para

designar un león, doscientos para la serpiente, ochenta para la miel y

más de mil para la espada. Dicho de otra manera: los nombres sensibles

no se habían concentrado todavía completamente en abstracciones.

Por ello preguntó, irónicamente, a los que creían en el “origen

divino” del lenguaje:

“¿Por qué inventó Dios un vocabulario superfluo?”

Y añadió: “Un lenguaje primitivo es rico porque es pobre: sus

inventores no tenían ningún plan y no podían permitirse el lujo

de economizar. ¿Se supone, pues, que Dios es el ocioso inventor

de los lenguajes menos desarrollados?”

Para concluir: “Era un lenguaje vivo. El extenso repertorio de

gestos marcó, por así decir, el ritmo y los límites de las palabras

habladas, y la gran cantidad de definiciones que se encuentran

en el vocabulario hizo las veces de arte gramatical.”

Cuanto más experiencia adquiere el hombre, cuanto más conoce cosas

diferentes desde ángulos diferentes, más rico debe hacerse su

lenguaje:

Cuanto más se repite sus experiencias y sus nuevas características

en su propia mente, más firme y fluido resulta su lenguaje.

Cuanto más distingue y clasifica, más ordenado se hace su

lenguaje.

Alexander von Humboldt desarrolló y perfeccionó los revolucionarios

descubrimientos de Herder, aunque algunos aspectos puede

decirse que dio a las ideas materialistas y dialécticas de Herder un

cariz idealista y metafísico. Humboldt declaró que el lenguaje era

“imagen y signo al mismo tiempo; ni del todo producto de la impresión

creada por los objetos ni del todo producto de la voluntad arbitraria

del orador”. Comprendió con la misma claridad que el pensamiento

“no sólo depende del lenguaje en general, sino que, hasta

cierto punto, está determinado por cada lenguaje concreto”. Esto nos

recuerda una observación de Goethe: “El lenguaje hace más al pueblo

que el pueblo al lenguaje.” Insistiendo en la importancia de la

articulación (sin ella puede haber expresión pero no lenguaje”,

Humboldt llegó a una conclusión casi mística:

Para que un hombre pueda comprender de verdad una sola

palabra –es decir, comprenderla no sólo como impulso sensible

137

sino como sonido articulado que define un concepto– todo el

lenguaje debe encontrarse ya presente en su mente. Nada está

separado en el lenguaje; todos y cada uno de sus elementos se

manifiestan como parte de un todo. Es natural suponer que el

lenguaje se formó gradualmente, pero su invención efectiva sólo

puede haber ocurrido en un solo instante. El hombre sólo es

hombre a través del lenguaje, pero para inventar el lenguaje

había de ser ya hombre.

Podemos estar de acuerdo con esta concepción en la medida en que

anuncia la idea de que el hombre prehistórico veía el mundo como un

todo indeterminado con el creó el lenguaje, palabra por palabra. Pero

en Humboldt está totalmente ausente la solución del problema –es decir,

el hombre haciéndose hombre con el trabajo y el lenguaje, de modo

que ni el hombre, por un lado, ni el trabajo y el lenguaje, por otro,

pudieron ser anteriores. No hizo más que apuntar un proceso dialéctico,

pero lo revistió con términos idealistas: “La dependencia mutua

del pensamiento y del trabajo demuestra claramente que los lenguajes

son realmente medios de presentar una verdad ya conocido sino más

bien medios de descubrir una verdad desconocida hasta aquel momento”.

Se trata, ciertamente, de un descubrimiento progresivo; pero

lo que se descubre es la realidad, más que la “verdad”: la realidad

creada en el trabajo y con el trabajo, en el lenguaje y con el lenguaje.

Entre las muchas teorías lingüísticas que se han formulado desde

Humboldt hasta nuestros días, mencionaré la de Mauthner, por

tratarse de una concepción muy sugestiva. Maurhner sostenía que el

lenguaje surgió de los “sonidos reflejos”; pero añadía que la imitación

también fue un elemento esencial en el lenguaje. En éste se imitan

no sólo los sonidos humanos reflejos (de alegría dolor, sorpresa,

etc.) sino también otros sonidos naturales. Al mismo tiempo, no ha

de considerarse el lenguaje como una simple imitación: debe ser también

articulado, es decir debe convertirse en un signo que no tenga

más que un parecido remoto y “convencional” con el objeto en si,

incluso en los casos de imitación de los sonidos efectivos. Toda

onomatopeya se compone, en realidad... de signos y metáforas. En

estas metáforas existe a menudo una misteriosa concordancia con

las cosas reales, de modo que nos recuerdan el relámpago, el trueno,

la muerte, etc. “Esto, o algo muy parecido a esto, debe de haber constituido

la fase formativa del lenguaje –escribió Mauthner– y no a las

legendarias “raíces del lenguaje” de que nos hablan.”

La doble naturaleza del lenguaje, como medio de comunicación

y de expresión, como imagen de la realidad y como signo de ésta,

138

como captación “sensible” de los objetos y como abstracción siempre

ha constituido un problema especial de la poesía, como género

diferenciado de la prosa cotidiana. El deseo de volver a las fuentes

del lenguaje es inherente a la poesía. Schiller escribió:

El lenguaje todo lo plantea en términos de razón, pero el poeta se

supone que todo lo plantea en términos de imaginación; la poesía

exige la visión; el lenguaje no suministra más que conceptos.

Esto significa que la palabra priva al objeto que ha de representar

de su naturaleza sensual e individual y le atribuye una propiedad

exclusivamente suya, una generalidad que no existe en el

objeto original; de este modo, o bien se presenta el objeto libremente

o bien no se le representa en absoluto, sólo se le describe.

En todo poeta hay un anhelo de volver al lenguaje original “mágico”.

En un contexto muy distinto al de Mauthner, que consideraba que el

origen del lenguaje radicaba en los “sonidos reflejos”, Pavlov definió

el lenguaje como un sistema de reflejos y de señales condicionados.

Los sonidos reflejos de Mauthner son medios elementales,

inarticulados para expresar la alegría, el dolor, etc. Los reflejos

condicionados de Pavlov son hechos que ocurren en los sistemas

nerviosos vivos y que corresponden a hechos que ocurren con un

orden regular en el mundo externo (por ejemplo, un perro segrega

saliva al oír el sonido de un gong que se ha convertido en señal anunciadora

de la comida). La palabra es una señal y el lenguaje un sistema

de señales altamente desarrollado. Al analizar la naturaleza de

la hipnosis, Pavlov escribió:

Para el ser humano, la palabra es, desde luego, un reflejo condicionado

tan real como los demás estímulos condicionados que

el hombre comparte con el mundo animal; pero, por encima de

todo, la palabra es un estímulo más significativo y comprensivo

que todos los demás; puede decirse que en el mundo animal

no existe ningún estímulo que pueda compararse ni remotamente

con la palabra humana, cuantitativa o cualitativamente...

El amplio alcance y el rico contenido de la palabra explica

que se puedan sugerir tantas y tan diferentes actividades a una

persona hipnotizada, actividades que tanto pueden referirse al

mundo externo de la persona como al mundo interno.

Sin el trabajo –sin la experiencia de utilización de instrumentos– el

hombre nunca habría podido desarrollar el lenguaje como imitación

139

de la naturaleza y como sistema de señales para representar actividades

y objetos, es decir, como abstracción. El hombre creó palabras

articuladas, diferenciadas no sólo porque podía experimentar penas,

alegrías y sorpresas, sino también porque era un ser que trabajaba.

El lenguaje y el gesto se relacionan íntimamente. Bücher dedujo

de ello que el habla había surgido de las acciones reflejas de los órganos

vocales, debidas al esfuerzo muscular que implica la utilización

de instrumentos.

A medida que las manos ganaron en articulación, la ganaron también

los órganos vocales, hasta que la conciencia en formación se

apoderó de estas acciones reflejas y elaboró con ellas un sistema de

comunicación. Esta teoría pone de relieve la importancia del proceso

colectivo del trabajo, sin el cual no se habría formado ningún lenguaje

sistemático a partir de las señales primitivas, de los gemidos

sexuales y de los gritos de temor que constituyen la materia prima

del lenguaje. La señal del animal que deba cuenta de algún cambio

en el mundo circundante se convirtió en un “reflejo de trabajo” lingüístico.

Fue el punto de transición entre la adaptación pasiva a la

naturaleza y la modificación activa de ésta.

Es imposible distinguir cada uno de los centenares de “instrumentos

ocasionales” de la más diversa especie con un específico;

pero si surgen unos cuantos instrumentos estandartizados, el signo

específico –o nombre– resulta, a la vez, posible y necesario. Cuando

se imita una y otra vez un instrumento standard, se produce algo

totalmente nuevo. Las imitaciones, hechas para que se parezcan entre

sí, contienen el mismo prototipo; este prototipo, con su función,

su forma, su utilidad para el hombre, aparece y reaparece una y otra

vez. Existen numerosas hachas, pero en realidad no hay más que

una de las numerosas imitaciones en vez del original porque todas

ellas sirven para el mismo fin, producen el mismo efecto y tienen

una función idéntica o muy similar. Siempre nos referimos a este

instrumento y no a otro, sin que importe qué ejemplar concreto del

hacha estándar tenemos a mano. La primera abstracción, la primera

forma conceptual resultó, pues, de los instrumentos mismos: el hombre

prehistórico “abstrajo” de muchas hachas individuales la cualidad

común a todas ellas –la de ser hacha. Con ello formó el “concepto”

de hacha. Sin saberlo, estaba creando un concepto.

La imitación

El hombre fabricó un segundo instrumento parecido al primero y

con ello produjo un nuevo instrumento, igualmente útil y valioso. La

140

“imitación” otorga, pues, al hombre un poder sobre los objetos. Una

piedra hasta entonces inútil adquiere valor porque puede convertirse

en instrumento y ponerse al servicio del hombre. Hay algo mágico

en este proceso de “imitación”. Permite dominar la naturaleza. Otras

experiencias confirman tan extraño descubrimiento. Si imitamos un

animal, si tomamos su aspecto y emitimos sonidos como los suyos,

lo podemos perseguir más de cerca, la presa cae más fácilmente en

nuestras manos. El parecido es, también en este caso, un arma, un

instrumento de poder, de magia. El instinto primario de la especie

da todavía más fuerza a este descubrimiento. Todos los animales

desconfían instintivamente de los miembros de su propia especie que

se desvían de la normalidad, los fenómenos de todo tipo. Se les ve

instintivamente como rebeldes contra la tribu. Se les debe matar o

expulsar de la colectividad natural. La similitud tiene, pues, una significación

universal y el hombre prehistórico –que ya había adquirido

práctica en la comparación, la elección y la copia de instrumentos–

empezó a atribuir una importancia enorme a todos los tipos de

similitud.

De una similitud a otra, fue acumulando una creciente riqueza

de abstracciones. Empezó a dar un solo nombre a grupos enteros de

objetos correlacionados. Por su propia naturaleza, estas abstracciones

expresan a menudo (aunque no siempre) una conexión o una

relación reales.

Recordaremos que todos los instrumentos de un determinado

tipo proceden de un primer instrumento, son imitaciones o copias

de éste. Lo mismo puede decirse d muchas otras abstracciones: el

lobo, la manzana, etc. La naturaleza se refleja en las conexiones que

se van descubriendo. El cerebro no refleja ya cada instrumento como

algo único, como tampoco refleja de este modo cada concha de mar.

Se ha adoptado un signo para designar todos los instrumentos, todas

las conchas, todos los objetos y seres vivos de la misma especie. Este

proceso de concentración y de clasificación en el lenguaje permite

comunicar con una libertad y una facilidad crecientes las cosas relativas

al mundo exterior que cada hombre comparte con los demás.

Lo mismo puede decirse de los procesos y, sobre todo, del proceso

de trabajo. El colectivo humano en formación repitió el mismo

proceso centenares de veces, fue elaborando gradualmente un signo

–un medio de expresión– para esta actividad colectiva. Seguramente,

este signo surgió del mismo proceso de trabajo, como reflejo de

alguna regularidad rítmica. Indicaba una actividad específica y estaba

relacionado con ésta de manera tan directa que su visión o su

sonido excitaba inmediatamente todos los centros cerebrales que la

141

habían registrado. Estos signos tenían una importancia inmensa para

el hombre primitivo; tenían una función organizadora dentro del

grupo colectivo de trabajo, porque significaban lo mismo para todos

sus miembros.

El proceso colectivo de trabajo requiere un ritmo de trabajo

coordinador. Este ritmo se apoya en un canto colectivo más o menos

articulado. Estos cantos por ejemplo, el ¡heave-o-ho! inglés, el

Horuck alemán, el E-uch-nyem ruso. Con estos estribillos, que tienen

una cierta connotación mágica, el individuo conserva su vínculo con

la colectividad incluso cuando trabaja fuera de ésta. George Thomson

(cuya espléndida obra Studies in Ancient Greek Society: The Prehistoric

Aegean5 no tuve ocasión de leer hasta que el presente libro estuvo ya

prácticamente redactado, y a la cual sólo me puedo referir, pues, de

pasada) analiza los antiguos cantos de trabajo y demuestra que consisten

en una combinación del estribillo (canto colectivo al unísono)

y de la improvisación individual. Cita, entre otros, un canto recogido

por el misionero suizo Junod. Un muchacho thonga que picaba

piedra en una carretera africana al servicio de empresarios europeos

cantaba:

¡Ba hi shani-sa ehé!

Ba ku hi hlupha, ehé! Ba nwa makhofi, ehé!

Ba nga hi njiki, ehé!”

(Nos tratan muy mal, ehé!

Son muy malos con nosotros, ehé!

Beben su café, ehé!

Y a nosotros no nos dan, ehé!)

Los primeros signos-palabras de los procesos de trabajo –sones cantados

que daban un ritmo uniforme al colectivo– eran probablemente,

al mismo tiempo, signos de mando para poner el colectivo en acción

(del mismo modo que un grito de alarma produce una reacción

pasiva inmediata, por ejemplo, la huida del rebaño). Por consiguiente,

los medios de expresión lingüística tenía poder –poder sobre el

hombre y la naturaleza.

No se trata sólo de que el hombre prehistórico creyese que las

palabras eran un poderoso instrumento sino que aumentaban efectivamente

su control de la realidad. El lenguaje no sólo permitía coordinar

la actividad humana de modo inteligente y describir y trans-

5 Lawrence and Wishaart, Londres, 1949.

142

mitir la experiencia, mejorando con ello la eficiencia del trabajo; permitía

también singularizar los objetos atribuyéndoles determinadas

palabras, sacándolos con ello del protector anonimato de la naturaleza

y poniéndolos bajo el control del hombre. Si hago una muesca

en un árbol del bosque, este árbol está condenado. Puedo decir a

otra persona que vaya a cortar el árbol que yo he marcado; lo reconocerá

por la muesca. El nombre dado a un objeto produce un efecto

similar: el objeto está marcado, diferenciado de los demás objetos,

librado al poder del hombre. Una evolución continua, ininterrumpida

lleva de la fabricación de instrumentos a la marca, la señalización

y la toma de posesión de éstos (con una muesca, por ejemplo, o una

serie de muescas a un ornamento primitivo) y, por consiguiente, a su

denominación: con la atribución de un nombre, todos los miembros

del colectivo pueden reconocerlos y apropiarse de ellos.

El instrumento estándar se reprodujo con la imitación: ésta lo

singularizó, lo diferenció con una especie de magia de las demás piedras,

hasta entonces sometidas únicamente al poder de la naturaleza.

Puede decirse que los primeros medios de expresión lingüística

también eran simples imitaciones. Se consideraba que la palabra coincidía

con el objeto. Era el medio de captar, comprender y dominar

el objeto. Casi todas las razas primitivas creían que nombrando un

objeto, una persona o un demonio se ejercía un poder sobre ellos (o

se incurría en su hostilidad mágica). Esta idea subsiste en innumerables

narraciones folklóricas: basta recordar al taimado

Rumpelstiltskin con su triunfal: “Me alegra que nadie sepa que me

llamo Rumpelstiltskin”.

Un medio de expresión –un gesto, una imagen, un sentido o una

palabra– era tan instrumento como el hacha o el cuchillo. Era, simplemente,

una forma de establecer el poder del hombre sobre la naturaleza.

Con el uso de los instrumentos y con el proceso colectivo de trabajo

se fue formando, pues, un ser surgido de la naturaleza. Este ser

–el hombre– fue el primero que se enfrentó con la naturaleza como

un sujeto activo. Pero antes de que el hombre fuera sujeto de sí mismo,

la naturaleza se había convertido en objeto para él. Una cosa natural

sólo se convierte en objeto cuando es objeto o instrumento del

trabajo. La relación sujeto-objeto sólo surge con el trabajo.

El hombre se separó gradualmente de la naturaleza, pero aunque

se enfrentará cada vez más con ésta como creador seguía siendo

su criatura. Este proceso de separación planteó uno de los problemas

más profundos de la existencia humana. Se puede hablar perfectamente

de la “doble naturaleza” del hombre. Pertenece a la na143

turaleza pero, a la vez, ha creado una “contra-naturaleza” una

“super-naturaleza”. Con su trabajo ha creado un nuevo tipo de realidad:

una realidad sensible y suprasensible al mismo tiempo:

La realidad nunca es una acumulación de unidades separadas,

coetáneas pero sin conexión entre sí. Todo “algo” material está relacionado

con otro “algo” material; entre el objeto existe una gran variedad

de relaciones. Estas relaciones son tan reales como los objetos

materiales; solo en sus relaciones mutuas los objetos constituyen la

realidad. Cuanto más ricas y complejas son estas relaciones, más rica

y compleja es la realidad. Tomemos un objeto cualquiera, producido

por el trabajo. ¿Qué es? En términos de realidad mecánica no es más

que una “masa” que gravita hacia otras “masas” (El término “masa”

en sí mismo designa una relación). En términos de realidad físicoquímica

es un fragmento de materia compuesta de ciertos átomos y

moléculas y sometido a determinadas reglas, propias de estas partículas.

En términos de realidad humana y social es un instrumento,

un objeto de valor de uso y si lo intercambiamos adquiere valor de

cambio. Las nuevas relaciones del hombre con la naturaleza y con

los demás hombres han penetrado en este fragmento de materia y le

han dado un nuevo contenido, una nueva cualidad que antes no tenía.

El hombre, el ser que trabaja, es, pues, el creador de una nueva

realidad, de una supernaturaleza, cuyo producto más extraordinario

es la mente. El ser que trabaja se eleva a sí mismo, mediante el

trabajo, a la categoría de ser pensante; el pensamiento –es decir, la

mente– es el resultado forzosamente necesario del metabolismo mediato

del hombre con la naturaleza.

Con su trabajo, el hombre transforma el mundo como un mago:

toma un trozo de madera, un hueso, una piedra y le da la forma de

un modelo anterior, transformándolo con ello en este mismo modelo;

transforma los objetos materiales en signos, en nombres y en conceptos;

el hombre mismo mediante el trabajo, se transforma de animal

en hombre.

Esta magia que está en la raíz misma de la existencia humana,

queda un conciencia de impotencia y a la vez de poder, que hace

sentir miedo de la naturaleza a la vez que desarrolla la capacidad de

controlarla, es la esencia misma del arte. El primero constructor

de instrumento, el primer hombre que dio forma a una piedra para

ponerla al servicio del hombre, fue el primer artista. El primer hombre

que dio un nombre a los objetos fue también un gran artista: singularizó

un objeto de entre la inmensidad de la naturaleza, lo domesticó

atribuyéndole un signo y transmitió esta criatura del

lenguaje a los demás hombres, como instrumento de poder. El pri144

mer organizador que sincronizó el proceso de trabajo mediante un

canto rítmico y aumentó con ello la fuerza colectiva del hombre fue

un profeta del arte. El primer cazador que se disfrazó de animal y

mediante esta identificación con su presa aumentó el rendimiento

de la caza, el primer hombre paleolítico que marcó una herramienta

con una muesca o un ornamento especiales, el primero jefe que

extendió una piel de animal sobre la roca o el tronco de un árbol

para atraer animales de la misma especie: éstos fueron los antecesores

del arte.

El poder de la magia

El excitante descubrimiento de que los objetos naturales podían convertirse

en instrumentos capaces de influir en el mundo exterior y de

modificarlo hizo surgir inevitablemente otra idea en la mente del

hombre primitivo, siempre en proceso de experimentación y lentamente

abierta al pensamiento: la idea de que se podía conseguir lo

imposible con instrumentos mágicos, de que se podía “conjurar” la

naturaleza sin el esfuerzo del trabajo. Impresionado por la inmensa

importancia de la similitud y la imitación dedujo que, puesto que las

cosas similares eran idénticas, su poder sobre la naturaleza –en virtud

de la “imitación”– podía ser ilimitado. El poder recientemente

adquirido, de apropiarse de los objetos y controlarlos, de impulsar la

actividad social y provocar acontecimientos por medio de signos,

imágenes y palabras, le hizo creer que el mágico poder del lenguaje

era infinito. Fascinado por el poder de la voluntad –que prevé y provoca

cosas que todavía no tienen realidad y sólo existen como idea

en el cerebro–, adscribió un poder de inmenso alcance, ilimitado a

los actos de voluntad. La magia de la fabricación de instrumentos le

llevó inevitablemente a intentar la extensión de la magia al infinito.

En la obra de Ruth Benedict Patterns of Culture (Routledge, 1935)

se aduce un excelente ejemplo de la creencia en la imitación como

fuente de poder. Un brujo de la isla de Dobu quiere que un enemigo

sea atacado por una enfermedad fatal.

Al comunicar el conjuro, el brujo imita anticipadamente la agonía

de los últimos momentos de la enfermedad que está infligiendo.

Se revuelca por el suelo, se retuerce en mil convulsiones.

Sólo después de esta fiel reproducción de sus efectos el

conjuro será efectivo.

En la misma obra se puede leer:

145

Los conjuros son casi tan explícitos como la acción que los acompaña...

He aquí la fórmula del conjuro para provocar la terrible

enfermedad que come la carne como el cálao –el pájaro que da

nombre a la enfermedad– come la madera de los troncos, con

su gran pico:

Cálao, habitante de Sigasiga,

en la copa del árbol Iowana,

corta, corta,

rasga,

desde la nariz,

desde las sienes,

desde la garganta,

desde la cadera,

desde la raíz de la lengua,

desde la nuca,

desde el ombligo,

desde la espalda,

desde los riñones,

desde las entrañas,

rasga,

no cesa de rasgar.

Cálao, habitante de Tokuku,

en la copa del árbol Iowana,

él6 se agacha, doblado,

se agacha cogiéndose la espalda,

se agacha con los brazos unidos por delante,

se agacha con las manos en los riñones,

se agacha con la cabeza en los brazos que la enlazan,

se agacha retorcido.

Gimiendo, gritando,

él7 se precipita allí,

se precipita allí con toda rapidez.

El arte era un instrumento mágico y servía al hombre para dominar

la naturaleza y desarrollar las relaciones sociales. Sería erróneo, sin

embargo, explicar los orígenes del arte únicamente por este elemento.

Cada nueva cualidad es resultado de una serie de nuevas relaciones,

que a veces pueden ser muy complejas. La atracción de las cosas

que brillan, centellean y relucen (no sólo para los seres humanos sino

6 La víctima.

7 El poder inmaterial del hechizo.

146

también para los animales) y la irresistible atracción de la luz pueden

haber desempeñado un papel en el nacimiento del arte. El reclamo

sexual –colores brillantes, olores vivos, plumas y pieles espléndidas

en el mundo animal; joyas y vestidos finos, palabras seductoras

y gestos, en el mundo humano– pueden haber constituido un estímulo.

Los ritmos de la naturaleza orgánica e inorgánica –latidos del

corazón, respiración, copulación–, la repetición rítmica de procesos

o elementos formales y el placer que en ellos se encuentra y, last but

not least, los ritmos del trabajo pueden haber desempeñado un importante

papel. El movimiento rítmico ayuda al trabajo, coordina el

esfuerzo y pone al individuo en relación con un grupo social. Toda

perturbación del ritmo es desagradable porque se interfiere en los

procesos de vida y de trabajo; por ello vemos que el arte asimila el

ritmo como repetición de una constante, como proporción y simetría.

Finalmente, son elementos esenciales del arte todo lo que inspira

temor y asombro, y todo lo que se cree que confiere poder sobre

un enemigo. La función decisiva del arte era, evidentemente, ejercer

poder –poder sobre la naturaleza, sobre un enemigo, sobre el compañero

en la relación sexual, sobre la realidad, poder para fortalecer

el colectivo humano. En el alba de la humanidad el arte tenía muy

poco que ver con la “belleza” y nada en absoluto con el deseo estético:

era un instrumento mágico o un arma del colectivo en la lucha

por la supervivencia.

Sería una gran equivocación sonreír con condescendencia ante

la superstición del hombre primitivo, ante sus intentos de domesticar

la naturaleza con la imitación, la identificación, el poder de las

imágenes y del lenguaje, la brujería, el movimiento rítmico colectivo,

etc. Aquel hombre sólo había empezado a observar las leyes de

la naturaleza, a descubrir la causalidad, a construir un mundo consciente

de signos, palabras, conceptos y convenciones sociales; por

ello había llegado a innumerables conclusiones falsas y, desorientado

por la analogía, había formado muchas ideas fundamentalmente

erróneas (muchas de las cuales todavía perviven bajo una forma u

otra en nuestro lenguaje y en nuestra filosofía). Pero al crear el arte

encontró un camino verdadero para aumentar su poder y enriquecer

su vida. Las frenéticas danzas tribales ante una pieza cazada aumentaba

realmente la sensación de poder de la tribu; las pinturas y los

gritos de guerra daban realmente más valor al guerrero y podían

aterrorizar al enemigo. Las pinturas de animales en las cavernas contribuían

realmente a dar al cazador una sensación de seguridad y la

superioridad sobre su presa. Las ceremonias religiosas, con su convenciones

estrictas, contribuían realmente a instalar la experiencia

147

social en cada miembro de la tribu y a convertir a cada individuo en

una parte del organismo colectivo. El hombre, la débil criatura que

se enfrentaba con una Naturaleza peligrosa e incomprensible, encontró

en la magia una gran ayuda para su desarrollo.

La magia original se diferenció gradualmente en religión, ciencia

y arte. La función de la pantomima se modificó imperceptiblemente:

de simple imitación para otorgar un poder mágico se convirtió en

sustitutivo del sacrificio de sangre mediante ceremonias fijas e impuestas.

La canción del cálao de la isla de Dobu citada más arriba,

todavía es magia pura; pero cuando algunas tribus aborígenes australianas

parecen prepararse para una venganza sangrienta cuando

en realidad están aplacando a los muertos con la pantomima, estamos

ya ante la transición al drama y a la obra de arte. Otro ejemplo:

el de los negros djagga cuando cortan un árbol. Lo llaman hermana

del hombre y dicen que crece en su parcela de tierra. Representan la

preparación de la tala como la preparación de la boda de la hermana.

La víspera de la tala llevan al árbol leche, cerveza y miel, diciendo

“manamfu (hija que se va), hermana mía, te doy un marido que

se casará contigo, hija mía”. Cuando el árbol ha sido cortado, su

propietario se lamenta: “Me habéis robado a mi hermana.” La transición

de la magia al arte es clarísima en este caso. El árbol es un

organismo vivo. Al cortarlo, los miembros de la tribu preparan su

resurrección, del mismo modo que la iniciación y la muerte se consideran

como la resurrección del individuo del cuerpo materno del

colectivo. Es un acto delicadamente equilibrado entre la ceremonia

seria y la representación artística; el dolor simulado del propietario

es como un eco de un terror antiguo y de imprecaciones mágicas. El

rito ceremonial se ha conservado en el drama.

La identidad mágica entre el hombre y la tierra constituía también

la base de la extendida costumbre del sacrificio del rey. Como

ha demostrado Frazer, el status de rey tuvo su origen principalmente

en la magia de la fertilidad. En Nigeria, los reyes no eran, al principio,

más que los consortes de las reinas. Las reinas tenían que concebir

para que la tierra produjese frutos. Cuando los hombres –vistos

como representantes terrenales del dios Luna– habían cumplido su

tarea, eran estrangulados por las mujeres. Los hititas esparcían la

sangre del rey asesinado por los campos y su carne era comida por

las ninfas –las seguidoras de la reina, cubiertas con máscaras de perras,

de yeguas y de cerdas. A medida que el matriarcado se fue

convirtiendo en patriarcado, el rey adquirió más poder que la reina.

Se vestía con ropas de mujer y se ponía senos artificiales, para representar

a la reina. En vez de darle muerte a él , se sacrificaba un interrex

148

y finalmente se sustituyó el interrex por animales. La realidad se convirtió

en mito, la ceremonia mágica se convirtió en precepto religioso

y, finalmente, la magia se convirtió en arte.

El arte no era un producto individual sino un producto social,

aunque en la figura del brujo empezaran a insinuarse las primeras

características de la individualidad. La sociedad primitiva era una forma

muy densa y entrelazada de colectivismo. Lo más terrible era ser

expulsado de la colectividad, quedarse solo. El alejamiento del grupo

o tribu significaba, para el individuo, la muerte. El colectivo significaba

la vida, era lo que daba contenido a ésta. El arte, en todas sus formas

–lenguaje, danza, cantos rítmicos, ceremonias mágicas– era la actividad

social par excellence, una actividad en la que todos participaban

y que elevaba a todos los hombres por encima del mundo natural y

animal. El arte nunca ha perdido totalmente su carácter colectivo, ni

siquiera después de que la colectividad primitiva se escindiese y fuese

reemplazada por una sociedad dividida en clases y en individuos.

El arte y la sociedad de clases

Estimulados por los descubrimientos de Bachofen y Morgan, Marx y

Engels describieron el proceso de desintegración de la sociedad tribal

colectiva, el desarrollo gradual de las fuerzas productivas, la progresiva

división del trabajo, la aparición del dominio patriarcal, y

los comienzos de la propiedad privada, de las clases sociales y del

Estado. Innumerables investigadores se han dedicado, desde entonces,

a analizar los detalles de este proceso basándose en una abundante

serie de testimonios y documentos. Las obras de George

Thomson Aeschylus and Athens y Studies in Ancient Greek Culture tienen,

al respecto, una enorme importancia. En la antigua Grecia el

incremento de la productividad del trabajo dio lugar a que los trabajadores,

los demiurgoi, “los que laboraban para la comunidad”, se

integrasen en una comunidad compuesta por el jefe, los ancianos y

los cultivadores de la tierra. El jefe podía disponer de los excedentes

agrícolas y percibían un tributo regular. Las relaciones amistosas

entre las tribus provocaron el desarrollo imperceptible del comercio.

Las donaciones y las contradonaciones se convirtieron en trueque.

Los jefes y los trabajadores fueron los primeros en romper los

lazos del clan: los primeros se convirtieron en propietarios territoriales;

los segundos se organizaron en gremios. La aldea tribal se

convirtió en una ciudad-estado gobernada por los propietarios territoriales.

Así comenzó la sociedad de clases.

149

Así como la magia correspondía al sentido humano de unidad

con la naturaleza, de identidad de todo lo existente –una identidad

implícita en el clan–, al arte se convirtió en la expresión de los inicios

de la alineación. El clan totémico representaba una totalidad. El tótem

era el símbolo del clan inmortal, la colectividad perennemente viva de

la que nacía el individuo y a la cual regresaba. La uniforme estructura

social era una “modelo” del mundo circundante. El orden del mundo

correspondía al orden social. Algunos pueblos dan a la unidad social

inferior el nombre de vientre. El colectivo social es la unión de los vivos

y los muertos. El padre van Wing escribe en Estudes Bakongo:

La tierra corresponde, indivisa, a toda la tribu, es decir, no sólo

a los vivos sino también –o mejor dicho, fundamentalmente– a

los muertos, esto es, a los Bakulu. La tribu y la tierra en donde

vive forman un todo indivisible, y este todo está gobernado por

los Bakulu.

G. Strehlow escribió sobre las tribus aranda y loritja de Australia

central:

Cuando la mujer sabe que está embarazada, es decir, que un

ratapa (tótem) ha penetrado en ella, el abuelo del hijo que se

espera... se dirige a un árbol mulga y corta un pequeño tjurunga

(el cuerpo totémico secreto, oculto, que une al individuo con

sus antepasados y con el universo), y graba en él, con un diente

de zarigüeya, signos relativos al antepasado totémico o su tótem...

El tótem, el antepasado totémico, es decir, el realizador

de la acción (que es las ceremonias encarna el tótem con sus

ornamentos y su máscara), aparecen en las canciones tjurunga

como una sola unidad...

La unidad perfecta del hombre, del animal, de la planta, de la piedra,

de la fuente, de la vida y la muerte, del colectivo y del individuo,

constituye una premisa de todas las ceremonias mágicas.

A medida que los seres humanos se fueron separando de la naturaleza,

que la primitiva unidad tribal se fue rompiendo por obra

de la división del trabajo y de la propiedad, se rompió también el

equilibrio entre el individuo y el mundo exterior. La pérdida de la

armonía con el mundo exterior lleva a la histeria, al éxtasis, a la locura.

La postura característica de la ménade o bacante –el cuerpo arqueado,

la cabeza echada hacia atrás– es la postura clásica de la histeria.

En una carta escrita desde la cárcel el 15 de febrero de 1932, el

150

gran marxista italiano Antonio Gramsci habla del psicoanálisis en

los siguientes términos:

...creo que la cura psicoanalítica sólo es aplicable a aquellos elementos

sociales que la literatura romántica llamaba “humillados

y ofendidos”, mucho más numerosos y diversos de lo que

parece. Es decir, aquellas personas que atrapadas entre los férreos

contrastes de la vida moderna (para hablar sólo del presente,

pero toda época ha tenido su modernidad, en oposición

al pasado) no llegan, con sus propios medios, a comprender los

contrastes y a superarlos hallando una nueva serenidad y una

nueva tranquilidad moral, esto es, a un equilibrio entre los impulsos

de la voluntad y las metas a alcanzar.

Hay épocas de crisis en las que el contraste entre el presente y el

pasado asume formas extremas. La transición del colectivo social primitivo

a la “edad de hierro” de la sociedad de clases, con su pequeño

estrato de gobernantes y sus masas de “humillados y ofendidos” fue

una de estas épocas.

El estar “fuera de uno mismo”, es decir, la histeria, es una recreación

forzada de la colectividad, de la unidad del mundo. A medida

que avanzó la diferenciación social hubo, por un lado, periodos

de posesión demoníaca y colectiva y, por otro lado, surgieron individuos

(que a menudo constituían asociaciones o gremios) cuya función

social consistía en estar poseídos o “inspirados”. La tarea de

estos individuos poseídos, tanto los benditos como los condenados,

la tarea de estos profetas, de estas sibilas, de estos cantores, era restaurar

la destruida unidad y armonía con el mundo exterior. En el

Ion de Platón leemos:

Los buenos poetas épicos son buenos no por su arte sino porque

han sido inspirados, poseídos y pueden, así, componer sus

admirables poemas. Lo mismo ocurre con los buenos poetas

líricos; así como las Coríbantes están fuera de sí cuando danzan,

también los poetas líricos están fuera de sí cuando componen

sus hermosos poemas líricos. Cuando componen sus armonías

y ritmos, se apodera de ellos un éxtasis báquico y son

poseídos; ocurre como con las bacantes: cuando están poseídas,

sacan leche y miel de los ríos; pero no cuando están serenas...

8

8 Traducción inglesa de Lane Cooper, Oxford University Press, 1938.

151

Dios habla a través de los posesos, dice Platón. Dios es un nombre

que designa la colectividad. El contenido de la posesión demoníaca

era la colectividad reproducida en forma violenta dentro del individuo,

una especie de esencia de masa. En la sociedad diferenciada, el

arte surgió de la magia precisamente a causa de la diferenciación y

de la creciente alienación a que llevaba.

En una sociedad de clases, éstas intentan poner el arte –la poderosa

voz de la colectividad– al servicio de sus objetivos particulares.

Las explosiones verbales de la Pitia en su estado de éxtasis eran hábilmente,

conscientemente “editadas” por los sacerdotes aristócratas.

Del coro colectivo surgió la figura del jefe del coro; el himno

sagrado se convirtió en un himno de alabanza a los gobernantes; el

totem del clan se subdividió en los dioses de la aristocracia. Finalmente,

el jefe del coro, especialista de la improvisación y de la invención,

se convirtió en bardo que cantaba, sin el coro, en la corte del rey

y, más tarde, en la plaza del mercado. Encontramos, por un lado, la

glorificación apolínea del poder y del statu quo –de los reyes, los príncipes,

las familias aristocráticas– y el orden social por ellos establecido

y reflejado en su ideología como supuesto orden universal. Por

otro lado, existe la rebelión dionisíaca desde abajo, la voz del antiguo

colectivo destruido, refugiado en asociaciones y cultos secretos,

en protesta contra la violación y la fragmentación de la sociedad,

contra el hubris de la propiedad privada y la perversidad de la clase

dominante, y profetizando el retorno del viejo orden y de los viejos

dioses, una nueva edad de oro de riqueza, bienestar y justicia. En un

mismo artista se mezclaban a veces los elementos contradictorios,

especialmente en los periodos en que el viejo colectivismo no era

todavía demasiado remoto y seguía existiendo en la conciencia del

pueblo. Ni siquiera el artista apolíneo, heraldo de la nueva clase dirigente,

estaba totalmente libre de este elemento dionisíaco de protesta

o de nostalgia por la vieja sociedad colectivista.

El brujo de la primitiva sociedad tribal era, en el sentido más

profundo, un representante, un servidor de la colectividad; su mágico

poder tenía como contrapartida el riesgo de la condena a muerte

si fracasaba repetidamente en la realización de las esperanzas de

la colectividad. En la joven sociedad de clases el papel del brujo era

ejercido conjuntamente por el artista y el sacerdote, a los que se unieron

más tarde el médico, el científico y el filósofo. El estrecho vínculo

que unía al arte y el culto se fue aflojando muy lentamente, hasta

desaparecer del todo. Pero incluso después de esto, el artista siguió

siendo un representante o portavoz de la sociedad. No se quería de

él que importunase al público con sus problemas privados; su per152

sonalidad era irrelevante y sólo se le juzgaba por su capacidad de

reflejar la experiencia común, los grandes acontecimientos e ideas

de su pueblo, de su clase, de su época. Esta función social era imperativa

e irrenunciable, como lo había sido antes la del brujo. La tarea

del artista consistía en explicar el significado profundo de los acontecimientos

a los demás hombres, en hacerles comprender el proceso,

la necesidad y las reglas del desarrollo social e histórico, el resolver

para ellos el enigma de las relaciones esenciales entre el hombre

y la naturaleza, entre el hombre y la sociedad. Su deber consistía en

elevar la conciencia individual y vital de los habitantes de su ciudad,

de los miembros de su clase y de su nación; liberar a los hombres

–que habían pasado de la seguridad del colectivo primitivo a

un mundo donde reinaba la división del trabajo– y el conflicto de

clases de las angustias de una individualidad ambigua y fragmentada

y de los temores de una existencia insegura; hacer volver la vida

individual a la vida colectiva, la vida personal a la universal; restaurar

la perdida unidad del hombre.

Pues el hombre había pagado un precio colosal por su elevación

a formas de sociedad más complejas y productivas. A causa de la

diferenciación de las aptitudes, de la división del trabajo y de la separación

de las clases, estaba alienado, no sólo de la naturaleza sino

también de sí mismo. La complejidad de la sociedad significó también

la ruptura de las relaciones humanas; el enriquecimiento de la

sociedad significó, en muchos sentidos, el empobrecimiento del hombre.

La individualización se sentía, secretamente, como una culpa

trágica; la nostalgia de la perdida unidad era inextinguible; el sueño

de una “edad de oro” y de un “paraíso” inocente brillaba a través de

un pasado oscuro y lejano. Esto no quiere decir que el único contenido

de la poesía –o su contenido esencial– durante el desarrollo de la

sociedad de clases fuese esta búsqueda afanosa del pasado utópico.

También ejercía una poderosa influencia la motivación contraria: la

afirmación de las nuevas condiciones sociales, la alabanza de los

“nuevos dioses”. En la Orestíada de Esquilo, por ejemplo, éste es el

elemento decisivo. Todos los problemas y conflictos sociales se reflejaban

en la literatura, normalmente en formas de “alienación”

mitológica y con acentos variables. Los que ensalzaban el pasado

como una “edad de oro” eran, normalmente, los poetas más oprimidos

o desheredados. Más tarde, al decaer el mundo antiguo, también

se apropiaron del tema los poetas privilegiados (Virgilio,

Horacio, Ovidio) y en algunos casos –en la Germanía de Tácito, por

ejemplo– se llegó a utilizar como argumento contra las fuerzas causantes

de la decadencia. Pero el sentimiento que se encuentra ya

153

desde el primer momento y que reaparece una y otra vez a lo largo

del proceso de diferenciación y de división en clases es el temor de

hubris, la creencia de que el hombre ha perdido su equilibrio y su

medida y de que el surgimiento de la individualidad inevitablemente

implica una culpa trágica.

La individualización de los seres humanos acabó extendiéndose

inevitablemente a la artes. Esto ocurrió al aparecer en la escena

una nueva clase social; la de los comerciantes marítimos, la clase

que tanto ha contribuido al desarrollo de la personalidad humana.

De entre los aristócratas terratenientes, sepultureros de la vieja colectividad

tribal, habían surgido algunas personalidades, pero su elemento

natural era la guerra, la aventura, el heroísmo. Un Aquiles o

un Ulises sólo podían concebirse lejos de su suelo natal: en su tierra

no eran ya héroes individuales sino meros representantes de sus familias

nobles, simples marcos mortales del terrateniente eterno, eslabones

impersonales en una larga cadena de antepasados y herederos.

El mercader marítimo era algo muy distinto: un hombre que se

había hecho a sí mismo, habituado a jugarse la vida una y otra vez,

sin vinculación alguna con una tierra conservadora y con su inalterable

ritmo de siembra y cosecha, sino vinculado únicamente a un

mar inconstante, caprichoso, en perpetuo movimiento, que podía

hundirle o elevarle en la cresta de sus olas. Todo dependía de sus

aptitudes individuales, de su determinación, de su movilidad, de su

inteligencia –y de su suerte. Pero la diferencia era todavía más profunda.

El terrateniente y su tierra no se enfrentaban como elementos

extraños; estaban estrechamente unidos y podía decirse que la tierra

era como una prolongación de la persona de su propietario. Todo

procedía de la tierra y todo volvía a ella. La relación del mercader

con su propiedad era, en cambio, muy diferente. Estaban totalmente

separados, alienados el uno de la otra. La característica de aquella

propiedad consistía en no ser nunca igual a sí misma: era constantemente

intercambiada y, por consiguiente, transformada. En toda la

historia del mundo antiguo –que consideraba la incursión del dinero

en la economía natural como algo perverso y reprobable– el valor

de cambio nunca había triunfado sobre el valor del uso tan completamente

como en el mundo capitalista. Las cualidades concretas del

objeto intercambiado –metal, lienzo o especias– llegaron a ser secundarias

para el mercader; su cualidad abstracta –el valor– y la forma

más abstracta de propiedad –el dinero– se convirtieron en lo esencial.

Pero precisamente porque el producto era una mercancía, algo,

separado y ajeno; la actitud del mercader respecto a ella era la de un

soberano individual. La despersonalización de la propiedad le dio

154

la libertad necesaria para convertirse en una personalidad. En las

ciudades costeras del mundo antiguo dedicadas al comercio siempre

encontramos el gran príncipe-mercader, el “tirano” individual,

enfrentado con las familias aristocráticas, desafiando los privilegios

tradicionales y proclamando sus derechos con una personalidad fuerte,

eficiente y triunfadora. La riqueza, en su forma monetaria no reconocía

ningún vínculo tradicional. No se preocupaba por las letras

de nobleza o de lealtad. La poseían los más audaces –y los más afortunados.

La invasión del mundo feudal y conservador por el dinero y el

comercio deshumanizó las relaciones entre los hombres y debilitó,

relajó todavía más la estructura de la sociedad. El “yo” seguro de sí

mismo, que no dependía de nadie más que de él mismo, pasó a ocupar

el primer plano de la vida. En Egipto, país donde el trabajo gozaba

de respeto y donde no existían discriminaciones contra el trabajador,

como en Grecia, surgió muy pronto una poesía profana que

hablaba de los destinos individuales, junto a la poesía sagrada y a la

literatura de la colectividad. He aquí una de las muchas canciones

de amor del antiguo Egipto:

“Mi corazón late por ti, querido.

Cuando estoy entre tus brazos

hago cuanto deseas.

Mi deseo es mi máscara:

cuando te veo, mis ojos brillan.

Me aprieto a ti para ver de cerca tu amor:

tú, marido de mi corazón.

Es la hora más bella de todas

y sólo deseo que dure toda la eternidad.

He dormido contigo

y has exaltado mi corazón.

Tanto si mi corazón está triste como si está alegre,

¡no te alejes de mí!”.

En otros países del mundo antiguo, el subjetivismo penetró en la

literatura a través del comercio. La experiencia individual adquirió

tanta importancia que podía ponerse perfectamente al lado de la crónica

tribal, de la épica heroica, del canto sagrado y del canto de guerra.

El Cantar de los Cantares, atribuido por la leyenda al rey Salomón,

fue una expresión de la nueva época. En el mundo griego –un mundo

de mercaderes marítimos– Safo escribió una poesía llena de pasión

individual, una poesía en la que se lamentaba su propio desti155

no, de sus propias penas. Más tarde, Eurípides revolucionó el esplendoroso

drama colectivo creado por sus predecesores convirtiendo

sus personajes en seres humanos individuales no ya en máscaras

colectivas. El mito, que había sido el espejo de una colectividad de la

que el hombre formaba parte como partícula anónima, se convirtió

gradualmente en un disfraz formal de la experiencia individual.

Pero el nuevo individualismo se expresaba, todavía, en un marco

colectivo más amplio. La personalidad era el producto de nuevas

condiciones sociales; la individualización no era algo exclusivo de

un solo hombre, o de una minoría, sino algo compartido por muchos

y, por consiguiente comunicable, pues toda comunicación presupone

un factor común. Si sólo existiese en el mundo un “yo” único enfrentado

con la colectividad, sería absurdo intentar comunicar su condición

única. Safo no habría podido cantar su destino si hubiese sido

la única en conocerlo; pese a su intenso subjetivismo, tenía algo que

decir que, aunque nadie lo dijese, era aplicable a otros. Expresaba

una experiencia común a muchos –la de la personalidad solitaria,

herida, rechazada– en un lenguaje común a todos los griegos. No era

simplemente un lamento inarticulado: su experiencia subjetiva se

hacia objetiva en el lenguaje común y podía ser aceptada, de este

modo, como una experiencia universalmente humana. Más aún: el

famoso poema a Afrodita es, en sí, una oración –un medio mágico de

influir en los dioses, es decir, de ejercer un poder sobre la realidad:

es un acto mágico, sacramental. El objetivo o la función de estos poemas

consiste en influir en los dioses o en los hombres: no sólo quieren

describir una situación sino también modificarla. Por esto el

poeta subjetivista se somete a la disciplina objetiva del metro y de la

forma, a la ceremonia mágica y a la convención religiosa. El hecho

de que el ser humano no eleve una protesta informal y anárquica

contra el dolor y la pasión del destino individual sino que obedezca

deliberadamente la disciplina del lenguaje y las reglas de la costumbre

parece inexplicable... hasta que comprendemos que el arte es el

camino que sigue el individuo para retornar a la colectividad.

El nuevo “yo” surgió del viejo “nosotros”. La voz individual se

separó del coro. Pero en cada personalidad resuena todavía un eco

de este coro. El elemento social o colectivo se ha subjetivizado en el

“yo”, pero el contenido esencial de la personalidad era y es social. El

amor, el más subjetivo de todos los sentimientos, es también el más

universal de los instintos: el de la propagación de la especie. Pero las

formas y las expresiones específicas del amor en cada época particular

reflejan las condiciones sociales que permiten a la sexualidad

convertirse en relaciones más complejas, ricas y sutiles. Reflejan o

156

bien la atmósfera de una sociedad basada en la esclavitud o la de

una sociedad feudal o burguesa. Pero también reflejan el grado

de igualdad o desigualdad de la mujer, la estructura del matrimonio,

la idea vigente de la familia, la actitud ante la propiedad, etc. El

artista sólo puede experimentar lo que su época y sus condiciones

sociales le ofrecen. La subjetividad de un artista no consiste, pues,

en que su experiencia sea fundamentalmente distinta a la de otros

hombres de su época o de su clase, sino en que es más fuerte, más

consciente y más concentrada. Debe revelar las nuevas relaciones

sociales para que otros tomen conciencia de ellas. Debe decir, hic tua

res agitur. El más subjetivista de los artistas labora en nombre de la

sociedad. Con la simple descripción de sentimientos, de relaciones

y de condiciones que nadie ha descrito antes que él los canaliza de

su “yo” aparentemente aislado a un “nosotros”: y este “nosotros”

puede observarse incluso en el caso de artistas de un subjetivismo

extremo. Pero este proceso no es nunca un puro y simple retorno a

la colectividad primitiva del pasado. Al contrario, es el paso a una

nueva colectividad, llena de diferencias y tensiones, en la que la voz

individual no se pierde en una vasta unanimidad. En cada obra de

arte verdadera se suspende la división de la realidad humana en lo

individual y lo colectivo, en lo específico y lo universal: pero pervive

como factor suspendido en una unidad recreada.

Sólo el arte puede conseguir esto. El arte puede elevar al hombre

desde el estado de fragmentación al de ser total, integrado. El arte

permite al hombre comprender la realidad y no sólo le ayuda a soportarla

sino que fortalece su decisión de hacerla más humana, más

digna de la humanidad. El arte es, en sí mismo, una realidad social.

La sociedad tiene necesidad del artista, el brujo supremo, y tiene

derecho a pedirle que sea consciente de su función social. Ninguna

sociedad ascendente ha puesto jamás en duda este derecho, al contrario

de las sociedades decadentes. El artista empapado de las ideas

y de las experiencias de su época no sólo quiere representar la realidad

sino también darle forma. El Moisés de Miguel Ángel no es sólo

la imagen artística del hombre del Renacimiento, la expresión en piedra

de una nueva personalidad, consciente de sí misma. Es también

una orden en piedra que Miguel Ángel da a sus contemporáneos y a

sus mecenas: “Así es como deberíais ser. La época en la que vivimos

lo exige. El mundo a cuyo nacimiento asistimos lo necesita”.

Normalmente, el artista era consciente de una doble misión social:

la directa, impuesta por una ciudad, una corporación o un grupo

social; y la indirecta, surgida de la experiencia que a él personalmente

le importaba, es decir, de su propia conciencia social. Las dos

157

misiones no coincidían necesariamente, y cuando chocaban con demasiada

frecuencia era un signo de que aumentaban los antagonismos

en el seno de aquella sociedad concreta. Pero, en general, el

artista que pertenecía a una sociedad coherente y a una clase que

todavía no era un obstáculo para el progreso, no consideraba que la

imposición de unos temas determinados redundase en una pérdida

de su libertad artística. Estos temas raramente le eran impuestos por

el capricho de un mecenas o de un patrón individuales; lo eran, más

bien, por tendencias y tradiciones profundamente enraizadas en el

pueblo. Con el tratamiento original de un tema determinado, el artista

podía expresar su individualidad y, al mismo tiempo, describir

los nuevos procesos que tenían lugar en la sociedad. La medida de

su grandeza como artista la daba su capacidad de poner de relieve

los rasgos esenciales de su época y de descubrir nuevas realidades.

Una de las características de los grandes periodos del arte ha

sido, casi siempre, que las ideas de la clase dirigente o de una clase

revolucionaria ascendente coinciden con el desarrollo de las fuerzas

productivas y con las necesidades generales de la sociedad. En estos

períodos de equilibrio, parece al alcance de la mano una nueva y

armoniosa unidad, y los intereses de una sola clase parecen coincidir

con los intereses de toda la comunidad. El artista, que vive en un

estado de mágica ilusión, anuncia la próxima aparición de una colectividad

omnicomprensiva. Pero, cuando se revela inequívocamente

el carácter ilusorio de su esperanza, cuando la unidad aparente se

desintegra y la lucha de clases vuelve a estallar, cuando las contradicciones

y las injusticias de esta nueva situación crean una aguda

sensación de inquietud, de desazón, la situación del arte y del artista

se hace más difícil y problemática.

En una sociedad decadente, el arte, si es verdadero, debe reflejar

la decadencia. Si no quiere perder la fe en su función social, el arte

debe mostrar el mundo como algo que se puede modificar. Y debe

contribuir a modificarlo.

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